Viejito Hermógenes:
Esta
carta va dirigida hacia el cielo, donde sé que ahora habitas, allá en un rincón
donde las estrellas parecen susurrar tus historias y el viento trae tus ecos.
Han pasado 26 años desde que partiste en ese viaje sin retorno, un pasaje sin
ida ni vuelta, y aún siento en mi pecho el peso de esa partida, el vacío que
quedo en el alma, el silencio ensordecedor de tus ausencias.
¿Y qué se siente allí arriba? ¿Habrá suficiente paz, o
acaso todavía resuena en tus oídos las voces que no se cansan de nombrarte? Nunca
me atreví a preguntarte en vida qué sentías al partir, porque en ese entonces,
no sabíamos hablar de despedidas ni de la muerte. Reflexionamos más sobre la
vida, sobre tus enseñanzas, sobre los momentos que compartimos, pero nunca
platicamos de ese destino final que te llevó lejos, muy lejos, y que ahora, en
esta distancia que no termina, solo logro imaginar.
Es curioso… No aprendí mucho de ti en esa materia tan
básica y fundamental que es la vida misma. Quizá porque tu ejemplo fue tan
grande que las palabras se perdieron en la sombra de tus acciones. Pero hoy, en
este día, trato de iluminar en mi corazón esos últimos pasos en la tierra, esos
pasos que aún sigo, buscando una luz que me guíe, que me dé la fuerza para
sortear los obstáculos de la vida.
Viejito lindo, la vida no siempre es justa, lo sé. Solo
las emociones de tus pupilos, tus alumnos, tus ahijados, tus amigos, tus
oyentes, parecen aún sostener tu memoria. Ellos hablan de ti con un respeto
profundo, con un amor naciente que nunca muere. Y en sus palabras reconozco
quién eras en realidad: un líder, un ejemplo de entrega, de pasión por ayudar
al prójimo, un alma que entregó su vida por los demás antes que por sí mismo.
Tanto caminaste, tantas amistades dejaste en tu rastro,
tantas huellas imborrables en quienes aprendieron a seguir tu ejemplo. En este
día, sí, me caen unas cuantas lágrimas al recordar cómo fuiste capaz de
entregarte a los demás sin esperar nada a cambio. Me hiciste entender que la
verdadera grandeza no está en los logros materiales, sino en la capacidad de
dar, en la esencia del ser humano que, sin buscar reconocimiento, deja su
huella en los corazones de quienes tocó.
A veces me pregunto, ¿qué hay en el cielo que te espera?
¿Qué historias te contarán esa mañana en que oficialmente celebramos tu legado?
Cuéntame, viejo Hermo, con esa sencillez que siempre te caracterizó: ¿por qué
no bajas un ratito, nos brindamos un par de negritas digo cerveza no otra cosa,
recordamos aquellos días en los que la vida era sencilla y el amor por la
familia y por los demás era la bandera que llevamos en pecho?
Te confieso que sigo tus pasos, aunque muchas veces me
equivoco. Quiero continuar tu legado, esa labor tuya que parecía tan sencilla,
pero que en realidad estaba llena de esfuerzo, de sacrificio, de fe en que un
mundo mejor era posible. Tropiezo, claro, como todos los que intentamos hacer
del mundo un lugar más justo. Pero tú, con esa paciencia inmensa, con esa
sencillez que parecía esconder una fuerza indomable, lograste ser el casi
perfecto, el ejemplo que todavía hoy trato de seguir.
Aquí en la tierra, el Día del Padre se celebra con
sonrisas, con canciones, con lágrimas también, porque el amor por un padre
trasciende el tiempo y la distancia. Lo comparto con todos los que han perdido
a sus papás, con esos corazones dolientes que todavía añoran una palabra, un
abrazo, una historia contada a la luz de un fogón. Porque la herida de tu
partida, querido viejito, todavía no cicatriza del todo, aunque la vida siga
rodando, implacable, sin detenerse.
Ayer, 13 de junio, sentí que tú, viejito, me enviaste un
ángel, uno de esos pequeños mensajes que parecen tocar el alma, que parecen
decirnos que la esperanza y el amor también viajan en el viento. Esa pequeña
chispa, esa presencia que se pegó en mi corazón, me hizo recordar que todavía
hay mucho por qué luchar, por seguir soñando, por creer en un futuro donde los
hijos puedan honrar a sus padres con gratitud y amor eterno.
Espero, con una fe profunda, que este nuevo horizonte que
se abre ante mí sea un camino para un porvenir exitoso, lleno de metas
alcanzadas, de momentos compartidos, de aprendizajes que honren tu memoria y la
bendición de vida que me diste.
Hasta el día de nuestro reencuentro, viejito hermoso,
seguiré guardando en mi alma tus enseñanzas, tus risas, tu bondad infinita. Porque,
aunque no estés físicamente conmigo, tú sigues vivo en cada gesto de amor, en
cada historia que comparto, en cada corazón que ayudas a sanar con tu ejemplo.
Gracias por ser ese faro en la tormenta, por mostrarme que
la verdadera grandeza está en la sencillez, en la entrega, en el amor
incondicional hacia los demás. Gracias por enseñarme que la vida es un regalo,
y que cada día es una oportunidad para hacer el bien, para sembrar esperanza y
para construir un mundo más justo y humano.
Te
cuento viejito que regresé a la tierra de nuestras entrañas la semana pasada, y
ví con mucha emoción tus huellas, todo lo que hiciste por la maravillosa
Huacullani, tu cole… continúa igual, tienes que bajar un rato para seguir posesionando
a New Yorohok, ahí se necesita una Universidad o quizá una Multiversidad, haz algo.
Hasta pronto, viejito lindo. Hasta ese momento en que
podamos reencontrarnos en esa tierra de paz que solamente tú y los que han
partido saben encontrar. Mientras tanto, seguiré recorriendo este camino, con
la fe intacta, con el amor en el pecho y con la certeza de que, en algún rincón
del cielo, tú también me estás cuidando.
Por siempre, con amor infinito.
Tu hijo, y
siempre tu terno alumno que nunca deja de aprender de ti.
Del Perú su Almanzita.
0 Comentarios