CHUCUITO JULI.- En un rincón remoto, en las orillas del majestuoso Titiqaqa, existe un territorio donde la dignidad y la identidad laten con fuerza. Aquí, en la provincia de Chucuito-Juli, no solo se conjuga la belleza de paisajes que reflejan los reflejos del sol y la historia, sino también la resistencia de un pueblo que desafía el olvido y la marginación. Y en esa resistencia, la celebración del Fiambre más grande del sur, que cumple nueve años, emerge como un acto de reivindicación, un recordatorio de que la cultura indígena no solo sobreviven, sino que también se reinventan y desafían las narratives hegemónicas.
Una hazaña cultural que trasciende lo
folklórico
El 2016 marcó un hito en la
memoria colectiva andina: la participación de estudiantes del Pedagógico de
Juli y de los pueblos aimaras en una actividad que raya en lo épico, en la que
prepararon, con esfuerzo y tradición, una fiambrada que recorrió aproximadamente
tres kilómetros, convirtiéndose en la más larga del mundo en esa categoría.
Pero esa no fue solo una competencia de dimensiones, fue una declaración de
identidad y pertenencia, una afirmación de que sus saberes, sus sabores y sus
formas de vida son dignas de reconocimiento y preservación.
Desde las primeras horas del
día, las comunidades y autoridades ancestrales comenzaron sus rituales de
renovación energética en la cima del cerro San Bartolomé, en una ofrenda a la
Pachamama y a Tata Inti. La espiritualidad andina, esa que ha resistido siglos
de colonización y silenciamiento, se mantiene viva y vibrante, y sus rituales
se entrelazan con la celebración gastronómica, sembrando en toda la conciencia
de un pasado que no se ha muerto.
El recorrido de la fiambrada,
desde el puerto del Titiqaqa hasta la plaza de armas de Juli, fue un desfile de
sabores, de colores y de historias. Allí, las manos de los productores rurales
y las instituciones públicas descargaron su creatividad en platos que contienen
carne de cordero, papas, chuño, tunta, ocas, habas y una variedad de
guarniciones como el encebollado, el ají wayk’a y las torrejas. Una muestra
palpable de la cocina ancestral, de la resistencia alimentaria que desafía el
monocultivo cultural impuesto por los poderes hegemónicos.
El acto emblemático de una identidad que no se
negocia
Participaron unas 10 mil
personas, un número que revela la magnitud de lo que esta celebración
representa para la comunidad. No es solo una festividad; es un acto de
afirmación cultural en un territorio que sigue siendo vulnerado y silencioso
ante las voces de sus pueblos originarios. La participación de instituciones
educativas y públicas otorga un respaldo institucional a una celebración que,
en realidad, es un acto político en sí misma.
El liderazgo de los docentes y
formadores del Pedagógico de Juli, como el Prof. Bernabel Quispe Mamani, es
otro ejemplo tan necesario y valiente de la enseñanza de los valores
interculturales en un contexto donde el racismo estructural, la discriminación
y la negación de derechos aún pesan sobre los hombros indómitos del pueblo
aimara.
Una celebración que trasciende el calendario
El Año Nuevo Andino, que
celebra la llegada del calendario 5533 según la cosmovisión aimara, no es solo
una fecha en el calendario. Es un acto de resistencia simbólica contra la
invisibilización sistemática. La conmemoración en Juli no solo reafirma la
celebración ancestral, sino que también desafía el discurso oficial que
perpetúa la desvaloración de las culturas originarias.
Este acto, que combina
espiritualidad, gastronomía y memoria, desafía las narrativas homogéneas y
eurocéntricas que pretenden reducir la cultura indígena a una mera atracción
turística o folclore para el consumo externo. Al contrario, aquí se presenta como
un acto de soberanía cultural, una manera de decirle al Estado y a la sociedad
peruana: “Nuestro conocimiento, nuestras formas de convivir con la tierra y
nuestro patrimonio alimentario son tan válidos como cualquier otra expresión
cultural.”
La gastronomía como acto político y de justicia
social
Detrás de cada plato preparado
en esta fiambrada hay una historia de lucha, de supervivencia y de resistencia.
La comida no es solo sustento; es memoria, es comunidad, es lucha. En un país
que ha despreciado reiteradamente a sus pueblos originarios, estas
manifestaciones culturales son los únicos registros vivos de un legado que
continúa siendo invisibilizado y despojado.
Es fundamental comprender que
la cocina ancestral aimara, basada en la agricultura de altura, en la
utilización de recursos autóctonos y en la transmisión oral de conocimientos,
es también una respuesta ecológica y económica frente a modelos de explotación
que privilegian la exportación y la contaminación. Celebrar el Fiambre en sus
dimensiones más profundas es, en definitiva, una denuncia política contra un
sistema que sigue negando derechos y reconociendo el valor intercultural.
El rol del Estado y la sociedad: una deuda
pendiente
No podemos olvidar que estas
expresiones culturales que emergen con tanta fuerza en Juli Chucuito son
también una llamada de atención a las instituciones públicas y a la sociedad en
general para que asuman su responsabilidad en la recuperación, protección y
promoción de las culturas indígenas. La historia nos enseña que solo a través
de una política de reconocimiento y justicia social podremos construir una
nación verdaderamente plural y equitativa.
El papel de los docentes, de
los jóvenes, de las comunidades y de todos los actores comprometidos con esa
lucha, es fundamental. La educación intercultural, la enseñanza de la historia
auténtica y el respeto por las cosmovisiones ancestrales son garantías para que
estos actos no sean solo festividades o efemérides, sino elementos
constitutivos de una transformación social real.
Un legado que invita a la reflexión
Con cada año que pasa, la
celebración de esta fiambrada gigante conocido como el Quqawi pasa a ser más que una simple actividad
cultural. Es un acto de resistencia, una declaración de que la cultura
originaria es un acto de justicia social y un llamado a la conciencia
responsable. La historia de Chucuito y su Fiambre nos muestra que la verdad y
la justicia social no son solo demandas retóricas, sino prácticas diarias que
deben estar inscritas en el alma de un país multilingüe y multicultural.
En ese espíritu, celebramos no
solo el nueve aniversario de un acto gastronómico, sino la persistente lucha
por un reconocimiento pleno de las culturas indígenas, por una educación que
valore la diversidad y por un Estado que escuche la voz de los pueblos originarios.
Porque en el sur de Perú, en
las orillas del Titiqaqa, la historia de resistencia continúa, y la fiesta del
Fiambre es, sin duda alguna, su testimonio más vibrante y profundo.
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